Un rey del tenis autodestronado por echarle un pulsito a la Commonwealth.


El sainete protagonizado por Djokovic en Australia no le es indiferente a nadie. No solo ha puesto patas arriba el mundo del tenis, sino que toda la opinión pública mundial se ha posicionado elevándolo a los altares de la «libertad covidiana», o arrojándolo al «fuego de los malditos» no vacunados. El resultado ha sido que el gobierno australiano lo ha deportado impidiéndole jugar el primer major de la temporada de tenis, el Open de Australia. Por si fuera poco, Francia, al albor de los acontecimientos, también ha tomado la drástica decisión de no permitir a nadie no vacunado jugar Roland Garros, el segundo major, sumándose así al veto de los EEUU con su US Open, el cuarto major. Es decir, que el vigente número uno del ranking ATP solo podrá jugar Wimbledon en Londres si continua su cruzada contra la vacuna del COVID o si los países organizadores no relajan las normas de entrada a sus territorios. Todo esto puede cambiar de la noche a la mañana, como viene siendo habitual en los dos últimos años —si algo sabemos del coronavirus es que no sabemos nada—, y que dentro de unos meses ya no sea requisito indispensable estar vacunado para jugar uno de los Grand Slam antes mencionados, o que Novak decida vacunarse para no quedarse atrás en su lucha por ser el mejor jugador de tenis de la historia, algo que sería difícilmente aceptado tanto por defensores como por detractores.

No creo que Djokovic sea el único que ha hecho las cosas mal

Nole se ha colocado él solito entre la espada y la pared. Ya en su Serbia natal, donde ha sido recibido como un revolucionario liberal, tendrá tiempo para balancear si decide pasarse un año casi sabático por defender su libertad sanitaria, o si por el contrario prefiere pincharse la pócima e intentar desempatar en lo alto de triunfos de GS, dejar el récord prácticamente insuperable para un jugador de esta generación, y coronarse en el olimpo del tenis. Si opta por la segunda opción, habrá vendido sus ideales y su dignidad por el vil metal y la fama. Aunque si se es mínimamente consecuente, la dignidad la perdió al montar todo el numerito y del que finalmente ha salido derrotado y abochornado. Se podrá estar de acuerdo o no con las formas y maneras del país oceánico, pero la realidad es que Djokovic se ha tenido que ir a casa arrastrando una maleta con el 83% de apoyos de la población australiana a su Ejecutivo, el cual se ha mostrado inflexible en todo momento ante un tipo que, por muy número uno de la ATP que fuese, no iba a ser tratado diferente a cualquier otra persona del mundo. ¿Cómo iba el primer ministro australiano ceder al «chantaje» cuando es año electoral y tiene a la masa a favor? ¿Hubiese sido un suicidio político haberse bajado del burro y permitir la entrada a un extranjero sano con los papeles en regla? Posiblemente. Y son esos papeles los que tienen la culpa de todo. Ha habido que recurrir a unas «mentirijillas» del serbio en la documentación de ingreso en el país para echarlo definitivamente. Una nimiedad que seguro se hubiese pasado por alto si no se tratase de un asunto político. Pero el «error humano» que reconocía demasiado tarde Nole existía, amén de haberse saltado la cuarentena tras dar positivo para acudir a una entrevista, o pasar el fin de año en Marbella cuando tampoco podía. Vaya lucha de egos. Sin embargo, el mejor resumen lo ha hecho Rafael Nadal: «No creo que Djokovic sea el único que ha hecho las cosas mal»

El caso de Djokovic no se puede tratar desde el prisma de la asunción normativa, o de la obediencia a ciegas. No es lo mismo oponerse a una norma que segrega racialmente de forma genérica, la cual conculca los derechos fundamentales del individuo, que oponerse tramposamente a una norma, que por arbitraria que les pueda parecer a algunos, estaría justificada en base a una situación de excepcionalidad.

Lo de menos en este asunto es establecer culpables. Hay que abstraerse del ruido mediático no determinante y centrarse en lo necesariamente relevante. El debate trata sobre la libertad de entrada en un país donde existe una restricción en forma de norma emanada de una autoridad estatal. Los valedores del serbio comparan su perfil libertador con el de aquellos que históricamente se opusieron a leyes inhumanas como Nelson Mandela con el Apartheid sudafricano, o Claudette Colvin y Rosa Parks con las Leyes Jim Crow estadounidenses arguyendo que una norma o ley no ha de ser justa per se, mientras que los críticos con él anteponen la soberanía de un territorio a una mayor racionalidad argumentaria. Es un evidente falso dilema en tanto en cuanto el caso de Djokovic no se puede tratar desde el prisma de la asunción normativa, o de la obediencia a ciegas. No es lo mismo oponerse a una norma que segrega racialmente de forma genérica, la cual conculca los derechos fundamentales del individuo, que oponerse tramposamente a una norma, que por arbitraria que les pueda parecer a algunos, estaría justificada en base a una situación de excepcionalidad, tal y como quedó explicado en el artículo Vacunas, pasaporte covid y libertad. Es decir, por un lado, realizar equivalencias entre violaciones de los DDHH, que han sido condenadas a lo largo y ancho del globo, con la prohibición de ingreso en un país a un viajero no vacunado es simplemente indecente y ventajista; mientras que por el otro, aceptar incondicionalmente las normas que les son favorables a su lucha ideológica, en este caso la de la vacunación, también es ventajista y sobre todo hipócrita.

En resumen, Novak Djokovic, héroe y villano a partes iguales, ha quedado descabalgado de la tozuda realidad a causa de su mal asesoramiento. Si bien es cierto que Australia puede haber impuesto una norma excluyente difícilmente justificable en el marco científico, no es menos cierto que Nole parece haberse equivocado al retar a un país tan rígido con el COVID creyéndose el número uno del mundo cuando solo es el número uno del tenis.