La alcaldesa de Barcelona se salta una y otra vez el código de conducta de su partido.


Como el caballo del tablero, Ada Colau cabalga contradicciones para aferrarse al poder, como la mayoría de políticos de dudosa decencia. Hasta aquí sería todo normal dentro de la propia anormalidad que los ciudadanos hemos ido aceptado desde que hay democracia en España. Sin embargo, el partido de Ada, Barcelona en Comú, tiene un código de conducta, el cual se ha saltado más de una vez. El famoso Movimiento 15M fue el génesis de un impulso revolucionario, su materialización en colectivos identitarios, y en partidos políticos a la postre. El único capaz de permear en la sociedad fue Podemos, que en marzo de 2014 aglutinó a muchos de esos colectivos con el objetivo de dar un golpe sobre el tablero político en las elecciones al Parlamento Europeo de mayo de ese mismo año. Una vez logrado, la activista pro-independencia catalana elevó su apuesta ciudadana formalizando la plataforma política Guanyem Barcelona, a la que sumó la confluencia catalana de Podemos y otros partidos minoritarios de índole marxista para llamarla al fin Barcelona en Comú. El sentimiento rupturista de estos partidos revolucionarios con la política de siempre llevó a sus ideólogos a redactar manifiestos fundacionales y códigos éticos populistas, que si bien buscaban que elector se reconciliase con la política, a la larga ha servido para demostrar que tanto unos como otros incumplen sistemáticamente.

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3.4. Establecer un sueldo máximo de 2.200 euros como salario neto mensual, incluyendo dietas, entendiendo que esta retribución garantiza unas condiciones dignas para ejercer las responsabilidades y funciones que suponen el cargo asumido. El sueldo será variable también en función de las responsabilidades.
3.5. Limitar su mandato a dos legislaturas consecutivas, excepcionalmente prorrogable a un mandato más siempre que se dé un proceso de discusión y validación ciudadana.
3.6. Compromiso de renuncia o cese de forma inmediata de todos los cargos, ante la imputación por la judicatura de delitos relacionados con corrupción, prevaricación con ánimo de lucro, tráfico de influencias, enriquecimiento injusto con recursos públicos o privados, cohecho, malversación y apropiación de fondos públicos, bien sea por interés propio o para favorecer a terceras personas.
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En 2014, cuando era portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca de Barcelona (PAH), aseguró que no entraría en política. Cambió de opinión poco después, aunque debemos suponer que el indefectible destino de un activista es dar el salto a la política para poder aplicar sus acciones vía leyes, así que no cabe reproche. Pero sí cuando cobra 3.191€ netos al mes, mil euros más que lo que reza el punto 3.4 del código ético del partido —independientemente del cargo—. También cuando anuncia que se va a presentar a una tercera legislatura a pesar de que el punto 3.5 se lo impide «de aquella manera», ya que la prórroga, más que una excepción, es una autoconcesión. Y también cuando no dimite aun estando imputada formalmente por prevaricación, fraude en la contratación, malversación y tráfico de influencias, en contra de lo que exige el punto 3.6 y del que hace caso omiso.

Es verdad que me planteé una temporalidad, pero nos ha tocado un tiempo excepcional. Teníamos una serie de proyectos que les ha costado arrancar porque hemos vivido el procés, un atentado en La Rambla y ahora la pandemia. No descarto, si fuera necesario, acompañar un tercer mandato porque lo importante del compromiso es que el programa de transformación de Barcelona hacia una ciudad más sostenible, justa y democrática y líder en innovación social, se pueda materializar.

No ha sido una decisión de última hora la de presentarse a una tercera legislatura. En octubre de 2020 declaraba en una entrevista a El País que necesitaba más tiempo solo medio año después de ocupar la alcaldía por segunda vez tras las elecciones de 2019. Por supuesto que el proyecto que previó para ocho años iba a requerir cuatro más. ¿Quién le iba a contradecir? Los únicos que pueden avalar tal argumento son sus votantes en las próximas elecciones municipales, que sí lo harían según la última encuesta sobre intención de voto publicada, en donde Barcelona en Comú no perdería escaños pero sería tercera fuerza en el Ayuntamiento tras ERC y PSC. De darse este resultado, a buen seguro significaría que el bastón de mando de la ciudad condal cambiaría de dueño.



Ahora mismo es difícil predecir lo que ocurrirá en Barcelona. De lo que no hay casi duda es de que será gobernada por la izquierda republicana pro-independencia, siendo este el bastión del movimiento secesionista en Cataluña desde que se iniciara una nueva ofensiva soberanista con el llamado «procés» en 2010. Desde entonces, Barcelona ha pasado a ser la capital más insegura de España según los datos del balance de criminalidad del Ministerio del Interior del pasado año, y un lugar hostil para los españoles no catalanes y los catalanes no independentistas. La segunda ciudad más poblada tiene que hacer frente a un peligroso crecimiento de culturas radicalizadas, a las que se les ha concedido tantos derechos que han dejado de ser un colectivo racial minoritario sometido por el mayoritario a sentirse impunes. No en vano, todos los indicadores de infracciones penales aumentan cada año, con la excepción del período pandémico. Más le valdría a Ada Colau hacerse a un lado y posibilitar que otros reviertan la situación que ella misma y sus políticas han favorecido, aunque no parece que quien vaya a gobernar la ciudad tenga el mínimo interés en hacerlo dado el compadreo que existe entre comunes y republicanos.