Pablo Iglesias continúa cumpliendo su sueño, pero es ahora cuando veremos la verdadera dimensión de su codicia.


Si no fuera porque hemos aprendido de los errores, hoy podría ser objeto de estudio un personaje así hace siglo y medio. De hecho, y aunque rara vez se estudie en las aulas, tenemos en nuestra historia un homónimo de idéntica ideología, coetáneo de Vladímir Lenin, y fundador de los primigenios PSOE y UGT. El contexto histórico era radicalmente opuesto al de ahora. Nos situamos aproximadamente en el ecuador del siglo XIX. Con la muerte de Fernando VII en 1833 el absolutismo desapareció, dando lugar a una época de renacimiento económico de la mano de la Reina Isabel II en regencia primero y personalmente después hasta su destronamiento y exilio en 1868 durante la Revolución de Septiembre. España iba atrasada con respecto a otros países europeos, los cuales llevaban décadas de explosión industrial. Fue un siglo complejo a causa de la Guerra de Independencia y las Guerras Carlistas. Inglaterra y Alemania estaban en pleno auge económico con la adopción de las doctrinas liberales de Adam Smith y otros filósofos, algo que caló en el resto de países, y España no fue una excepción. 

Las políticas de libertad económica, tanto interior como exterior, permitieron arrancar la verdadera industrialización del país, que hoy en día seguimos viviendo gracias a la tecnología. Inicialmente fue un largo proceso en el que se sustituyeron los medios de producción conocidos por la mecanización, lo cual permitió una democratización de los bienes de consumo haciéndolos llegar a la mayoría de clases sociales, incrementando así su demanda. Tal hecho derivó en un círculo virtuoso de producción, empleo y riqueza, aunque tuvo algunas contrapartidas negativas. Estas fueron, fundamentalmente, el abuso de los trabajadores por parte de los patrones, con interminables jornadas de trabajo y míseros sueldos, y el enriquecimiento de los dueños capitalistas de los mencionados medios de producción. Como ya ocurrió en otros países de Europa, tal descontento cristalizó en movimientos socialistas y sindicalistas. Fue en 1879 cuando Pablo Iglesias Posse fundase el Partido Socialista Obrero Español, germen del que conocemos hoy. Aquel partido abiertamente marxista y a favor de la implantación de la "dictadura del proletariado" se arrogó la potestad de actuar al margen de la legalidad para conseguir sus objetivos, incluso mediante el uso de la fuerza. No en vano, su líder tenía en Lenin el espejo en el que mirarse, y planeaba para España una revolución como la rusa. Por suerte, los comienzos del partido fueron irregulares y la escasez de apoyos hicieron que no terminase de despegar, con lo que esto, unido a  posteriores desavenencias con los partidos comunistas, evitaron un desenlace como el soviético.

Las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX correspondieron con tiempos convulsos. En nuestro país se intercalaban formas de gobierno: monarquía constitucional con Amadeo I, Primera República Española, Restauración borbónica —con un gobierno liberal que, a pesar del carlismo, procuró una época de estabilidad y progreso económico—, dictadura de Primo de Rivera y Segunda República Española en un lapso de 68 años, mientras que el resto del continente tuvo que lidiar la Primera Guerra Mundial. Al albur de estos acontecimientos, el socialismo fue recrudeciéndose y virando hacia el comunismo. En 1919 se fundó el Partido Comunista de España, que logró una importante influencia gracias a la fuga de muchos miembros radicalizados del PSOE. Si embargo, en otros países dio pie a los episodios más negros de la historia. Lenin y Trostky, movidos por su fanatismo, condenaron a Rusia a una guerra civil y a un largo periodo de oscurantismo, pobreza, hambre y muertes, continuado y agravado por Stalin. Y a estos les siguieron Mao Tse Tung en China, Fidel Castro en Cuba, Pol Pot en Camboya o Tito y Milosevic en la antigua Yugoslavia —por citar algunos ejemplos, aunque hay muchos más, incluso en la actualidad—. En todos los casos la piedra filosofal fue la misma, y sigue siéndolo a día de hoy. Colectivismo e igualitarismo, abolición de la propiedad privada, eliminación de las clases sociales o planificación de la economía y de la sociedad por parte del Estado son algunos de sus dogmas.

Pablo Iglesias, el de nuestro tiempo, tuvo un sueño. De orígenes humildes, y con la semilla revolucionaria germinada en su mente desde bien pequeño, se unió con catorce años a Juventudes Comunistas, y rápidamente se forjó un nombre en los movimientos radicales universitarios. Fue un gran estudiante y un excelente orador, lo que le sirvió para dar el salto a ciertos medios de comunicación de corte ultraizquierdista. El resto de su vida es de sobra conocido, y es desde 2014 cuando se ha venido produciendo su explosión como líder político. Irónicamente, su origen y evolución son similares a los de grandes adalides totalitarios, como el mismo Lenin o, incluso, Mussolini —ferviente socialista y sindicalista revolucionario—. Si echamos mano a los libros de historia es fácil comprobar que, en la mayoría de los casos, este tipo de personajes surgieron y crecieron políticamente a raíz del desencanto social de la época, e Iglesias hizo lo propio a la sazón de la situación económica de España durante la crisis de 2008, en lo que se dio a conocer como "Movimiento 15M". Lo que empezó siendo una noble reacción contra un Estado corrompido por los poderes fácticos, se materializó en numerosas organizaciones de izquierda y extrema izquierda y, a su vez, nació Podemos como representación política de estas. El sueño de Iglesias tomaba forma.

Y es justo ahora, partiendo del momento en el que el partido morado logró llegar al gobierno de la nación y con la actual situación provocada por el coronavirus, cuando el socialismo efervescente de Iglesias empieza a generar cierto desasosiego en la ciudadanía moderada, incluso en las filas de su socio de gobierno. Un PSOE que abandonó ese marxismo en 1979, de la mano de Felipe González, para colocarse más al centro del espectro político-económico bajo un ideario socialdemócrata más acorde con la época post-franquista y los vecinos europeos. El estado de alarma, iniciado para contener la pandemia, le ha dado al Ejecutivo cierta carta blanca para implementar medidas profundamente antiliberales, que aun siendo necesariamente comprensibles en estas circustancias, cercenan profundamente la libertad individual y, al mismo tiempo, excitan la versión más contundente de socialistas y comunistas, con Iglesias de punta de lanza. La sociedad lo está notando y están aflorando sentimientos guerracivilistas entre los defensores y detractores de la actuación del Gobierno. Tan es así que, ante la obviedad de la existencia de cierta negligencia en la gestión sanitaria y una flagrante falta de autocrítica, se ha orquestado a través de los medios de comunicación y redes sociales una campaña de blanqueamiento de Presidente y Ministros y de descrédito de la oposición, culpando de todos los males a los recortes en sanidad pública del anterior gobierno.

El Estado posee el monopolio de la fuerza, en tanto en cuanto tiene bajo su mando a las diferentes policías y al ejercito de la nación. Es la única concesión que unos ciudadanos libres deberíamos tolerar, ya que, individualmente, sería muy difícil una protección integral. El problema surge cuando dicho Estado, aprovechándose de su poder, comienza a monopolizar otras esferas de la sociedad. Y es exactamente lo que está sucediendo ahora. Lo estamos sufriendo con los medios de comunicación, visiblemente mercenarios del mejor postor, o en las mismas redes sociales, con empresas centinela a sueldo del propio Estado que denuncian bulos de los opositores. No es casualidad que los que están detrás de estos actos al margen del Estado de Derecho sean simpatizantes de la progresía más reaccionaria en años, y cuya objetividad está terriblemente sesgada. Pero no es, ni de lejos, lo peor que le puede suceder a una sociedad libre. El mismo Iglesias se postularía a favor de la nacionalización de empresas privadas estratégicas, como energéticas o bancos, eliminando de un plumazo la libre competencia que disfrutamos en España, utilizando como argumento la hipócrita empatía con los más desfavorecidos.

Nos encontramos, por tanto, ante una progresiva conversión de nuestro país hacia una suerte de socialismo teórico manifestado en: 1. dominio de los medios de comunicación; 2. censura; 3. fabricación de propaganda subversiva y viralizada por las redes sociales, cuyo público objetivo es el más joven y, por consiguiente, el más manipulable; 4. control absoluto de las fuerzas del orden; 5. nacionalización de empresas privadas estratégicas; 6. ataque al sector privado y capitalista, y defensa de lo colectivo y público; 7. planificación de la economía mediante la implementación de un tejido industrial de subsistencia y autoabastecimiento, en detrimento de un modelo de libre mercado; 8. Y mención aparte merece la iniciativa de la renta básica vital propuesta por Iglesias, que considera necesaria dada la coyuntura laboral actual, aunque lleva buscándola tiempo atrás. Quizá este último punto sea la cima de su ruta ideológica, mediante la cual pretende ganarse la servidumbre de unos ciudadanos golpeados por la crisis sanitaria y económica. Estas medidas obedecen fielmente a un modelo totalitario. El socialismo necesita del totalitarismo para hollar cumbre, es su razón de ser, y por tanto, choca frontalmente contra cualquier atisbo de postura liberal —es más, todo lo que no es socialismo es un leviatán bautizado como "neoliberalismo"— hasta el punto de demonizarla.

Pablo Iglesias tuvo un sueño. No se le pueden restar méritos a ese bisoño político que ejerció de reportero hasta convertirse en vicepresidente. La crisis del coronavirus le ha pillado en el mejor momento posible, y le ha servido en bandeja de plata la posibilidad de negociar medidas impensables en una situación normal. No obstante, queda por descubrir hasta dónde llega su codicia y, más importante, si esa democracia constitucional que tanto usa perversamente le permitirá cumplir su sueño. Que a nadie se le olvide que esta partida se ha cobrado demasiadas vidas de personas libres cuyos testimonios están siendo silenciados.