Como una lluvia fina, un chirimiri o calabobos, que parece que no moja, pero la confianza arrogante te deja calado hasta los huesos, y acabas resfriado al día siguiente. Ese es el efecto del populismo. Para dejarlo más claro, digamos que si el cambio climático es el castigo del planeta al narcisismo irresponsable de nuestros líderes, el populismo es el castigo de la sociedad. Y en ambos casos, sin que lo podamos evitar, los ciudadanos pagamos justos por pecadores. El caso es que lleva lloviendo desde 2008 y el catarro ya es pandemia —lejos de frivolizar con el contexto vírico actual—. Hay muchos millones de personas afectadas, pero no temamos, es un simple resfriado, se cura con paciencia. A veces cuesta que se esfume y se hace verdaderamente molesto, pero lo mejor es no prestarle demasiada atención. Al final desaparece.

La última gran crisis financiera despertó un sentimiento de descontento en los principales países desarrollados, y al albur de la especulación bancaria y de la connivencia de los gobernantes, nacieron movimientos ciudadanos de respuesta, que a la postre se formalizaron en nuevos partidos políticos y auparon a otros existentes que merodeaban en el ostracismo. Archiconocidos son los casos de Podemos en España, Syriza en Grecia o el Movimiento Cinco Estrellas en Italia, todos ellos de corte socialista-marxista; y con ideología conservadora-capitalista están el Frente Popular francés, la Liga Norte italiana o Vox en España —si bien su crecimiento ha sido reciente, se fundó en 2013 con el fin de la crisis—. Por otro lado, casi a la par y muy probablemente alentado por la situación de río revuelto, brotó de nuevo la semilla del nacionalismo, que poco o nada necesita de un programa fáctico para convencer. Actualmente venimos sufriendo en nuestras carnes las soflamas supremacistas de Donald Trump, el antieuropeísmo de Boris Johnson, y las exigencias liberticidas de Cataluña; y en menor medida a Jair Bolsonaro en Brasil o el renovado kirchnerismo en Argentina. Mención aparte merecen líderes como Maduro, Castro o Kim Jong-un, que son, directamente, criminales.

El contexto social, económico y político vivido en los últimos tiempos ha proporcionado el caldo de cultivo esencial de los populismos y nacionalismos, que por lo explicado, no sólo son compatibles sino simbiontes. Aunque existan facciones que choquen entre sí, entre ellas se retroalimentan y se necesitan para captar adeptos gracias al discurso fácil, efectivista y casi siempre sesgado. Si es que no hay nada como escuchar lo que uno quiere oír para plegarse ante la burda propaganda tan irrechazable como irrealizable. Incluso aquellos que se veían a salvo, cayeron como pájaros, con mejor o peor porvenir. El gran damnificado fue Albert Rivera, que pasó de ser un águila ibérica capaz de posarse sobre el escudo de España, a ser un gorrión común obligado a abandonar su nido. Pablo Casado se sintió por momentos más de Vox que Santiago Abascal, y Pedro Sánchez mutó en una especie de Trotski con ínfulas. Y que se ande con ojo, no acabe —figuradamente— con un piolet en el cráneo a manos de algún socio de dudosa cooperación. Los usureros no se andan con chiquitas.

Sin embargo, Trump es el resultado de una sublime campaña de marketing ideada por Steve Bannon, ese irredento ajedrecista político que supo embaucar a la masa descontenta de América para que votasen a un magnate inmobiliario de escasos estudios y nulo conocimiento político. Bannon ideó un producto que ha vendido en forma de esa semilla antes comentada, cuyo germen es el nacionalpopulismo, hasta el punto de que muchos movimientos europeos lo han comprado. El "hagamos a España grande otra vez" de Javier Ortega Smith es el mismo "Make America Great Again" de Trump. Incluso hace unos días apareció disparando un subfusil en una base militar al más puro estilo yankee. Mateo Salvini soñó con un muro en el Mediterráneo para frenar la inmigración, y pagado por África. Y otros tantos partidos nacionalistas-euroescépticos han utilizado las mismas fórmulas populistas. Es más, el Reino Unido aun está celebrando la consecución del Brexit, con ese alter-ego de Trump llamado Boris Johnson a la cabeza. Habrá que ver quién echa de menos a quién.

Si nos paramos a pensar cuáles son los atributos comunes a toda esta suerte de colectivos, rápidamente surgen la protección del oprimido, la búsqueda de la libertad, la consecución del Estado del Bienestar, y acabar con las corruptelas del establishment y de los lobbys de presión. Entonces, ¿dónde está el problema? Está en que no existe ningún atisbo de objetividad en las lentes con las que miran al objeto de destino, es decir, al votante. Para unos el oprimido es el inmigrante, y para otros es el residente que ve cómo el inmigrante le quita su trabajo. Para unos la libertad es independizarse de España o de Europa, y para otros es respetar la Constitución. Para unos el Estado del Bienestar se debe financiar con más impuestos a las clases altas, y para otros se debe lograr individualmente. Para unos, el establishment y los lobbys son las grandes multinacionales oligopolísticas que compadrean con los partidos políticos para beneficiarse mutuamente, y para otros son los chiringuitos subvencionados con dinero público. La cuestión ni está en el fondo ni en las formas, está en la información.

Los datos son variables indefectibles, por mucho maquillaje que se les ponga siguen mostrando una realidad. El pasado enero se han destruido 244.044 puestos de trabajo, y la única lectura extraíble es que hay casi un cuarto de millón de empleos menos. Populismo es buscar excusas. El canal de venta minorista de frutas y verduras preferido por los españoles sigue siendo la tienda tradicional, ligeramente por encima de las grandes superficies*, y más del 50% de la producción se exporta, según el Ministerio de Agricultura. Populismo es echarle la culpa a las grandes cadenas de distribución, y también es aparecer en una manifestación de agricultores para hacer campaña. El escaso año en curso está arrojando cifras dramáticas en cuanto a asesinatos machistas, evidenciando que la Ley Integral Contra la Violencia de Género no da los resultados esperados. Populismo es clamar contra el heteropatriarcado, y también es no participar en un minuto de silencio dedicado a una mujer asesinada. Populismo, al fin y al cabo, es utilizar la información perversamente a fin de embaucar a los desinformados.

Una vez logrado el objetivo vital de estos movimientos, que no es otro que conquistar el poder, la estrategia descansa hasta que la democracia lo permite. El tono de los discursos baja, las bravatas insensatas dejan lado a la moderación, y las promesas, si se cumplen, generan tantos perjuicios en unos como beneficios en otros. Rara vez la situación global mejora con respecto a periodos anteriores, salvo que estos sean pésimos. En el momento actual que vivimos, sólo los datos pondrán a los dirigentes nacionalpopulistas en su lugar, muy a pesar de que intenten convertirlos de nuevo en entrategia, y vuelta a empezar.


*Fuente: Federación Española de Asociaciones de Productores Exportadores de Frutas, Hortalizas, Flores y Plantas vivas.