Pedro Sánchez ha logrado la investidura a cambio de socavar aún más el Estado de Derecho.
La derecha, y más concretamente el PP, obvian intencionadamente que la culpa de la peligrosa situación institucional que vive España no es tanto por la ambición desmedida de Sánchez y secuaces, sino por el mismo sistema del que ellos se beneficiaron en incontables ocasiones. Sin ir más lejos, y dejando a un lado los pactos regionales y municipales, Aznar convino con los nacionalismos de Cataluña y País Vasco su investidura en 1996 a cambio de más autonomía fiscal y política. Todos los presidentes del gobierno, en menor o mayor medida, han tenido que negociar con los partidos nacionalistas o regionalistas a cambio de apoyo en el Congreso. Incluso Adolfo Suárez hizo lo propio con el Partido Andalucista, el Partido Aragonés y Unión del Pueblo Navarro en 1979. La democracia es un mercadillo y España es un zoco. Los políticos regatean para llevarse la pieza en función del coste de oportunidad en cada momento, y muy suculenta debe ser ésta para que el precio siempre sea tan alto. Cataluña y País Vasco han comprado al Estado central todos los favores a lo largo de las catorce elecciones generales que ha habido desde el fin del franquismo, y hoy ya solo quedan los artículos escondidos, esos que en principio no estaban a la venta, pero bien vale deshacerse de ellos cuando lo que está en juego es mantenerse en el poder otra legislatura. Esta vez el PP ha tenido la suficiente dignidad como para asumir su destino en la oposición.
Poco a poco España avanza hacia un Estado federal, pero completamente desigualitario. El peso de los partidos nacionalistas decanta la balanza a su favor, mientras que otras regiones se tienen que conformar con ver la vida pasar. El franquismo, de ideología postfascista, dejó en la sociedad de la Transición un sentimiento nacionalista centralizador desde la capital del Estado. La derecha a la derecha parece tener claro que las autonomías son un problema para ese centralismo heredado, pero la izquierda arribista pierde pie constantemente y se aleja inexorablemente de sus principios fundacionales. El socialismo marxista es epistemológicamente centralista a fin de evitar esas desigualdades de clase que se llevan produciendo durante décadas en regiones que son históricamente ricas. Es decir, han antepuesto sus genes a un gobierno de supuesto progreso, pactando además con la derecha vasca y catalana. Una paradoja difícilmente justificable, y a la que se oponen hasta los socialistas y comunistas canónicos. Si bien no es el momento de descifrar las causas de la deriva posmoderna e infantilista de la izquierda, sí lo es para analizar las posibilidades que se escuchan desde diferentes posiciones ideológicas. Los nacionalistas españoles tanto de derechas como de izquierdas, siendo éstos últimos denominados rojipardos, ambos enemigos del globalismo liberal, abogan por la ilegalización de partidos independentistas. La derecha no nacionalista apuesta por cambiar el sistema electoral para que los partidos regionalistas no tengan tanto peso en las elecciones generales, esto es, sustituir el método D'Hondt basado en circunscripciones por otro con menos distorsiones. Por último, existe cierto clamor entre los votantes de partidos mayoritarios a favor de un sistema a doble vuelta que garantice siempre las mayorías absolutas.
Ninguna de esas posibilidades sirve para calmar las pulsiones independentistas de ciertas regiones que se sienten cultural y socialmente fuera de España, como ocurre con Cataluña y País Vasco, y en menor medida con Galicia. Al contrario. Es obvio, y la historia avala esta teoría, que a más objeción desde un lado, más obcecación desde el opuesto. Las bandas terroristas socialistas ETA, Terra Lliure y el Ejército Guerrillero del Pueblo Gallego Libre son prueba de ello. Con esto no se pretende avalar ni justificar el pacto de investidura que ha hecho presidente a Sánchez, y mucho menos ceder a la independencia de territorios que son y han sido siempre de España, sino constituir de una vez por todas el federalismo al que tarde o temprano convergerá el país. La solución de descentralizar al máximo los poderes hacia las autonomías no evitará que haya quienes quieran seguir con la matraca de la independencia, pero al menos disfrutarán o padecerán lo que se haya votado en su región, y no lo que se decida desde Madrid. Además, se acabaría con la desigualdad manifiesta entre Comunidades Autónomas que provocan los pactos indeseables. A fin de cuentas es que los problemas locales ni molesten ni envenenen a los vecinos, que cada cual se saque sus castañas del fuego. La democracia y el centralismo no casan bien. La derecha se tiene que sacudir el legado del franquismo y olvidar el «una, grande y libre» para conquistar una democracia verdaderamente liberal si quiere proteger el maltrecho Estado de Derecho que la socialdemocracia de PP y PSOE llevan décadas socavando. Con una España descentralizada en federaciones autonómicas con máximo autogobierno, los políticos estatalistas tendrán más complicado mercadear.
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