El mayor esperpento que se recuerda dice muy poco de la sociedad que nos rodea.


La torpeza de un cateto asociada al morbo sensacionalista es lo que vende en un país controlado por la orwelliana policía de la moral. Todo lo que se hace o se dice es material para ser profundamente escrutado y juzgado en los tribunales caprichosos de la sociedad posmoderna, materializados en redes sociales y en todo tipo de espacio mediático. La vida ha pasado a un segundo plano desde que el presidente de la Federación Española de Fútbol diera un beso en los labios de una futbolista de su equipo en la entrega de medallas de la final del Mundial. A esto se le une unas desagradables muestras de efusividad en la grada, en las que aprovecha para agarrarse la entrepierna cuando tenía al lado a la reina del país ganador y a su adolescente infanta. En definitiva, unos hechos de todo punto inapropiados para un representante del mayor organismo del fútbol español. Sin embargo, nadie abonado a la lógica y a la razón podía prever el circo que vino después con la persecución ideológica, con la dimisión fallida del besucón, con el cambio de parecer de la jugadora, con la FIFA, con los vídeos, y con el largo etcétera.

Volvamos al principio. El error está en besarle a la jugadora. Nadie debe ir regalando besos, mucho menos si quien besa es el jefe de la besada. Es indecoroso aunque lo veamos en un contexto de euforia desmedida tras ganar un campeonato de la mayor magnitud. Debería haber dimitido. Empero, a priori, lo lógico hubiera sido no darle mayor importancia, algo que entendió la jugadora en primera instancia, así como los medios más progresistas, hasta que fueron visiblemente forzados a cambiar el discurso. No obstante, no dimitir y seguir sujetándose el paquete —metafóricamente hablando— fue un guantazo a los rectores de esta religión feminista no canónica. No han podido clavar la cabeza de un machista en una pica como pretendía precisamente esa ortodoxia a la que Rubiales aludió en su discurso ante la Asamblea. Ideologizar un beso furtivo, convertirlo en cuestión de Estado y señalar a todo disidente de este dogma de fe desnortado les está saliendo caro. El blasfemo ha pasado sin quererlo a representar la oposición contra esta izquierda fanática que ahora clama visceralmente por su condena por ¡agresión sexual! Muchos se suben a su carro hartos del pastoreo al que se sienten sometidos a manos del lobby feminista. Pues mira, no hay mal que por bien no venga.

Una vez inhabilitado de sus funciones, lo que pase con Rubiales es lo de menos. Es otra víctima arbitraria más del fundamentalismo político e hipócrita que ejerce esta mal llamada izquierda. La anomalía ideológica, elevada a concurso social del «conmigo o contra mí», vuelve a hacer acto de presencia hasta en lo más banal que uno se pueda imaginar. Ponte por un momento en la piel de una verdadera agredida sexual que observa la repugnante frivolización de un beso con los más oscuros fines políticos de quienes no conocen vergüenza ni moral. Ponte por un momento en la piel de un futbolista masculino, ¡o de incluso Rafa Nadal! al que se le exige que se manifieste públicamente para condenar lo sucedido y se le cancele por no hacerlo. Este ridículo episodio que nos eclipsa lo verdaderamente importante ha destapado una vez más la estrategia de la izquierda española: el odio, la división y la confrontación por encima de los problemas reales.