¿Qué motivación había detrás de la UCM para nombrar alumna ilustre a Ayuso, y por qué la extrema izquierda rabia?


Fascista, racista, machista, asesina y otras lindezas le llamaron en la Universidad Complutense a Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, donde fue a recibir el título de alumna ilustre. No será por cosas que reprocharle desde la óptica de la izquierda, como la matraca de la sanidad pública —que también le recordaron— o las corruptelas con el hospital Zendal, pero la atacaron con lo de siempre. Personas mayores de edad, en un centro de conocimiento, de saber superior, de civilización, comportándose como niños de primaria, insultando gratuitamente al gafotas, al gordito o al empollón. Dejándose llevar por el odio irracional, por el fanatismo, haciendo suyo el evangelio de los líderes. No hace falta exagerar mucho para suponer que si los asistentes al escrache, en vez de un suelo de pulidas baldosas de gres hubieran estado en un campo de piedras, Ayuso habría salido lapidada como si de una inexplicable norma de la sharia se tratara. Violencia política de primera magnitud. Esa que Irene Montero quiere perseguir y castigar con una nueva ley que tipifique como violencia machista el ataque a mujeres políticas. Semejante cinismo le va a costar al contribuyente la friolera cifra de 2.308 millones de euros hasta 2025 en una estrategia que se demostrará inútil al igual que todo lo que ha hecho el Ministerio de Igualdad hasta la fecha.

Elisa, el otro nombre propio de la fiesta, aprovechó el altavoz logrado al ser la alumna con mejor expediente de la Universidad Complutense para horadar aun más la imagen de Isabel, que ya venía vilipendiada de la calle. Una nueva heroína de la izquierda indefinida elevada a los altares del absurdo por improvisar un alegato tan populista como inconexo y violento. Y la realidad es que hizo bien en decir lo que dijo si así lo sentía en un claro amparo a su libertad de expresión, de la misma forma que la turba que se arremolinaba fuera del salón de actos donde acontecía la gala. Faltaría más que la izquierda no pueda hacer uso de su legítimo derecho constitucional de reunión y manifestación, y decirle cuatro cosas bien dichas a un representante político en las antípodas de su ideología. Aunque también se debería ser igual de tolerante con aquellos que se manifiestan en el centro de Madrid contra el gobierno central de PSOE con Pedro Sánchez, y Podemos, con Pablo Iglesias como maestro de marionetas de toda la corte morada inspiradora de Elisa. Pero no lo es. Esa es la desgracia con la izquierda patria, que su rasero no rasa, está tan mellado ideológicamente que se consideran ilustres con el privilegio clasista de repartir carnés de buena o mala españolidad. Hay filósofos que sostienen que en esta izquierda posmoderna existe algo de liberalismo en tanto en cuanto defienden ciertas libertades individuales en un ejercicio de completa inescrutabilidad personal, o dicho de otro modo, de tolerancia. Da risa pensar que esa tolerancia no es sino una careta de cordero tras la cual hay lobos. Esta izquierda hace mucho que dejó de ser esa de las comunas hippies de paz y amor. Esta izquierda es violenta e intolerante.

Las urnas están para cambiarlo todo, o para que nada cambie aunque en los sillones de los despachos se arruguen pantalones de otro color al que se sentaba. Pero cambiar el ritmo de las mentes de la ciudadanía es más complicado. El constante martilleo de quienes defienden los servicios públicos a toda costa ha hecho que el actual sistema político sea una escultura magistral para millones de votantes. El David de Miguel Ángel: un prototipo perfecto de protección social, cuando en realidad es el Laoconte estrangulado por serpientes: un modelo estatal extractor imparable de riqueza, insostenible, que ahoga a impuestos al contribuyente, y que para la extrema izquierda siempre es insuficiente. Cualquier cambio mínimamente conservador desde las esferas políticas es brutalmente respondido con manifestaciones y escraches por los cachorros de Podemos, que quieren hacerse con los dos grandes gobiernos madrileños por la vía del golpismo callejero, de la misma forma que en Cataluña y su fallida República independiente, o como tantas veces en el pasado. Ayuso persigue ese cambio, por eso la atacan sin cuartel. Le podrá salir bien o mal, pero está buscando que los servicios públicos no sean un pozo de dinero a costa, claro, de que dejen de ser barra libre e instrumento político. Ahora bien, instrumentalizar una universidad pública como la Complutense para recibir un diploma que premia a los alumnos ilustres, cuando Ayuso aun tiene barro que tragar, tanto pasado como futuro, es cuando menos frívolo. Es difícil saber si la decisión de darle el reconocimiento salió del consenso de un claustro, o fue algo organizado políticamente para dar lustre a su imagen a la vez que para erigirse mártir ante los ilustres ideológicos que picaron el anzuelo.