¿Tiene sentido una medida así en favor del medio ambiente?




La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, nos sorprendió ayer con una controvertida propuesta: eliminar el puente aéreo entre Madrid y Barcelona. La idea no es nueva, ya que el Consistorio, que encabeza la líder de Barcelona en Común —la confluencia de Unidas Podemos en la Ciudad Condal—, llevaba barruntándola desde hacía tiempo. Argumentan que, existiendo una alternativa limpia como es el tren, no es necesario ni recomendable un uso tan intensivo del avión, debido a las elevadas emisiones de CO2 que estos aparatos producen. Pero analicemos algunos datos para calibrar si la iniciativa que ha propuesto el gobierno municipal estaría abierta a trámite, más allá del fundamento sobre el impacto climático, que no admite debate en términos relativos —un medio de transporte eléctrico es mucho menos contaminante que uno impulsado por combustible, salvo que introduzcamos en la ecuación el origen de la electricidad que alimenta al primero, es decir, si se origina en centrales térmicas o a partir de energías renovables—.

En 2018, el puente aéreo se renovó para hacer frente al AVE y su feroz competencia. Una apuesta del sector consistente en la cooperación de las aerolíneas privadas Iberia y Vueling, 26 vuelos por sentido cada día laborable y 13 los fines de semana, y ventajas como billetes abiertos —libertad horaria para volar— o embarque rápido con sólo 15 minutos de antelación. El precio de la tarifa ida y vuelta puede rondar los 370€, sin descuentos; y el tiempo del viaje es de una hora y cuarto, sin contar el tiempo que se pierde en el aeropuerto. Por su parte, Renfe oferta 29 horarios por cada sentido, pero no aplica la ventaja de la libertad horaria. El precio del billete de ida y vuelta costaría entre los 90 y 100 euros, y el trayecto ocuparía entre dos horas y media y tres. Actualmente, el AVE transporta a más del 65% de los viajeros del total de la ruta. Y en cuanto al aspecto laboral, si bien no se han encontrado datos fiables de empleabilidad en uno y otro caso, podemos decir que el transporte aéreo necesita de más recursos, a saber: pilotos y copilotos, auxiliares de cabina, operarios de pista, controladores, personal de seguridad, etcétera, frente al transporte por ferrocarril, que está algo más automatizado y exige menos seguridad. Del pago de más salarios y de las tasas aeroportuarias, entre otras cosas, se deduce el mayor precio del billete de avión frente al del tren.

Una vez analizadas las dos formas de viajar entre Madrid y Barcelona, existe un factor determinante a la hora de utilizar el tren o el avión, este es el precio. Pero no olvidemos que el transporte ferroviario en España está todavía monopolizado por una empresa pública, la cual se financia alegremente con los impuestos, y como tal, tiene ese rol de servicio público que hace pasar por alto su falta de rentabilidad, y contra la que las aerolíneas privadas no pueden competir. Ahora bien, si unimos el menor precio y la casi nula contaminación del AVE como elementos diferenciales, ¿podemos admitir como factible la propuesta de Ada Colau en pos de mejorar la calidad del aire de una ciudad altamente contaminada?

La respuesta es que se puede pero no se debe. Las medidas radicales de este tipo pueden solucionar eficazmente el problema que se persigue, pero generan daños colaterales que muchas veces son peores que el propio problema original. En este caso hablamos de los muchos puestos de trabajo que se destruirían, y de la sana competencia que se eliminaría al entregar toda la demanda de pasajeros a un sólo proveedor que los transporte, monopolizando la forma de viajar entre estas dos ciudades, lo cual podría derivar en aumentos de precio —de la misma forma se argumentó un hipotético monopolio de Uber y Cabify una vez fagocitado el taxi—. Aunque en este caso, la futura liberalización del ferrocarril volvería a generar competencia y estabilidad en los precios (para más información, véase el post "Liberación del ferrocarril").

Es cierto que se tienen que tomar medidas para mitigar la alta contaminación de las grandes ciudades, pero antes de proponer ideas peregrinas y mover las piezas por el tablero, hay que pararse a razonar qué consecuencias tendría una jugada equivocada. Alternativamente existe una fórmula que desincentivaría el uso del avión en este caso, y esta sería una tasa verde como la que el nuevo Gobierno va a aplicar a los coches diésel. Sería muy poco popular, pero mucho menos dramática que una eliminación tan estricta como la planteada por el Ayuntamiento de Barcelona.